—¡Hay que desenterrar a Franco!
—¿Por qué Pablo? —preguntó Pedro.
La escena, no se piensen que sucedía en la antigüedad bíblica, ni conversación de apóstoles, no: ocurrió prácticamente anteayer.
—Porque fue un dictador.
—¡Ah!
—Y mató a mucha gente —reanudó Pablo.
—¿Con sus propias manos, Pablo?
—No, hombre no; mandó matar. Además…
—Además ¿qué, Pablo?
—Es una vergüenza que esté enterrado al lado de aquellos a los extorsionó y humilló.
—Ah, entonces se trata de una fosa común; se decía que era un monumento para su mayor gloria personal y que sólo tenían cabida junto a él los de su bando. Entonces ¿cómo es que también están enterrados los otros?
—Los que morían construyéndolo.
—¿Murió gente?
—Seguro, pero ¿qué se yo? Hace tanto tiempo.
—Eso mismo pienso yo.
—Oye, Pedro, ¿no serás tú uno de ellos?
—¿De quienes Pablo?
—De esos, ya me entiendes.
—Pues no, no te entiendo, además dictadores que mataron mucha gente y están en sitio público, privilegiado… ahí está Napoleón. ¿Por qué nadie habla de exhumar a Napoleón y de llevarlo a su isla de Santa Elena?
—Hombre Pedro, aquello ocurrió hace mucho tiempo.
—Eso mismo me parece a mí.
—Ay Pedro, es que hay que explicártelo todo; Napoleón fue un gran general y estaba por la Liberté, la Fraternité y la Égalité. Y por la Grandeur de la France…
—El nuestro, el patrio, dicen que fue Generalísimo y pretendía que España fuera Una, Grande y Libre.
—Uy, Pedro, qué mal te veo. Haré como que no he oído nada. Tienes que acordar en Consejo de Ministros la Exhumación de los restos de Franco y entregárselos a su familia para que lo entierren en un lugar discreto. Tienes también que enviar a tu ministra estrella para que hable con el Papa y ponga en vereda a ese Prior rebelde del Valle de los Caídos.
Pedro vio en las palabras del iluminado Pablo, la senda a seguir. Mientras, se hablaba en la calle. Los Contertulios televisivos, esos hombres y mujeres sabios, que de todo entienden y de todo hablan, los politicastros, biempensantes partidarios del pensamiento único que los hay a montón; son pandemia, iban, a su pesar, resucitando al Viejo Dictador. Nunca había llegado a tan altas cotas de popularidad. Los jóvenes que no lo conocieron y escasamente habían oído hablar de él tenían ahora un nuevo personaje a clasificar entre el capitán América y algún protagonista de Juego de Tronos. La memoria histórica había triunfado: rescatar del Olvido a alguien que ya no contaba…
A las seis de la madrugada, para evitar a los curiosos, irrumpió una delegación en la quietud del Valle de los Caídos. Un destacamento de policías nacionales voluntarios-obligados, acompañados de una representación de Mossos de Esquadra voluntarios se habían adelantado, una hora antes, y un mando de cada cuerpo penetró en la celda del prior: Eminencia, venimos a llevárnoslo. Ante la sorpresa del durmiente, aclararon. No es a usted Eminencia, no le dé a usted ansia, no le dé a usted miedo. Venimos a por Él.
Mientras, desde una colina cercana, no convenía un exceso de protagonismo, Pablo y Pedro, armados de prismáticos de alta tecnología y alcance supervisaban los operativos.
Llegó el momento de personarse en el mausoleo del que se dejara denominar Generalísimo de los ejércitos y Caudillo de España, ahora ya elevado a la categoría de ser mitológico.
—Abran —ordenó el Jefe de la delegación.
Había recibido la orden de los oteadores vía Walkie Talkie. En la era del telefonillo portátil este método añadía un toque vintage a la gesta.
Abrieron. Veinte cabezas con sus veinte pares de ojos se asomaron. Tan sólo el Prior se mantuvo en un aparte, irónica su mirada. En el interior, una sencilla caja de madera sin pudrir ni acusar señales del paso de tiempo.
—Es por las condiciones y el microclima —anunció el Jefe de la delegación, sin duda el hombre más preparado de los presentes.
—Abran la Caja, Atronó.
Se decidió que tal honor cabía de forma paritaria dos Policías Nacionales voluntarios-obligados y a dos Mossos de Esquadra voluntarios.
Retiraron muy gentilmente los cerrojos que fueron cuatro y lo hicieron por riguroso turno. Así que ninguno se aprovechó, ni siquiera la suerte sonrió a ninguno más que al resto. Con gran ceremonia y dulzura retiraron la tapa de madera de boj de los bosques gallegos.
Ocho ojos se elevaron hacia el Jefe de la delegación, pidiendo consejo. Se trajo una escalera de mano, no era cuestión de que tan digno señor saltara como un simple Número de la P.N. Después descendieron el subjefe, el tercero de a bordo, el asistente del jefe, el del subjefe y el del tercero de a bordo, el mando de la Policía Nacional y el de los Mossos. Ninguno de tan doctos señores, amén de la señora concejala de Fiestas de El Escorial, que fue la única que quiso sumarse a la Fiesta, supieron dar respuesta al enigma. La caja estaba vacía. Ni huesos, ni polvo de huesos, ni fuegos fatuos. Nada.
Mientras, con ojos traviesos, como nunca los había tenido, ocultos, eso sí, tras cristales oscuros, el viejo general viajaba en autobús como un jubilado más. A las pruebas me remito.
El Morocho del Abasto.
Autor de la Fotografía: Emilio Roca.
Photo by (C)2012 @emival_fotos