Parques y Jardines.
Florinda vendía besos y con ellos alegría. Los hombres hacían cola ante su puesto en un paseo público, un rincón algo tupido y casi boscoso. No precisaba para su industria, más que un taburete alto donde aguardaba coquetamente sentada el desfile de varones. Era muy disciplinada y metódica e invariablemente comenzaba su actividad a las nueve de la mañana en verano; a las diez en invierno. Por aquello de no ofrecer sus labios fríos. El primer cliente de la mañana recibía su aliento de clorofila; el siguiente y sucesivos, además, la saliva del anterior.
Uno de sus primeros besucones fue Marcelo, hombre emprendedor y aplicado, convencido militante por la igualdad, así que, decidió establecerse unos pasos más allá, entre rosales, mucho más apropiado, para ofrecer el mismo servicio a las damas ávidas de besos, que también las hay.
No hubo rivalidad; cada uno tenía su clientela propia, por géneros, luego el trato, entre ellos, era cordial; se saludaban al comienzo de su jornada laboral y al finalizarla. No era lo más frecuente, pero se daba el caso, esporádicamente, de tomar el aperitivo juntos. Ninguno de los dos trabajaba por la tarde; no saben ustedes lo agotador que resulta tanto besar.
La Municipalidad, siempre velando por la seguridad y el bienestar de sus administrados, viendo que la actividad besucona era próspera, decidió crear, en su honor, un epígrafe para que pudieran acogerse al Impuesto de Actividades Económicas. Así estarán protegidos, les anunció en una simpática carta, advirtiéndoles que disponían de un mes para acogerse a tan beneficiosa medida. También, en su provecho, les aplicó una pequeña tasa para fundar el Montepío de Huérfanos de Besucones de Parques y Jardines.
Por último, se crearon los Estatutos de PP. y JJ. cuyo artículo primero, establecía que los besos ofrecidos por el hombre no eran de la misma categoría, así que la tarifa de éste había de ser menor.
Esta medida bienintencionada produjo una brecha salarial, así que el hombre para llegar a fin de mes, tuvo que besar más y más rápido, con perjuicio de su buen nombre, pues los besos así dados creaban insatisfacción.
Florinda, justo es decirlo, disfrutaba con su trabajo, pues besar era su vocación, además, le reportaba pingües beneficios. El caso de Marcelo era distinto, pues lo hacía por necesidad. Su mujer, sin embargo, de forma inconsciente, le allanó el camino hacia la profesión. ¡Qué bien besas! –le dijo en la primera cita. Ese halago primero, le quedó grabado a fuego. Tras quedarse en paro de su anterior trabajo, lo evocó. Y ese fue el motivo. Tenía tres hijos que mantener a los que, al llegar a casa, no besaba fatigado de tanto besar.
Un buen día, entre su clientela de féminas, se coló un hombre que le solicitó ser besado. No se confunda caballero –le dijo–, a escasos metros de aquí, la señorita le besará adecuadamente. Parece ser que el cliente despechado formuló una queja ante Sindicato de PP. y JJ.
Un inspector se personó afeándole la conducta, esgrimiendo que el suyo era un trabajo moderno en el que no cabía hacer discriminaciones por sexo. Somos iguales en género, sentenciaba la amonestación que le dejó por escrito.
Marcelo hizo de tripas corazón y ofrecía besos de tornillo, no sin cierta aprensión, a los caballeros que lo requerían, cuyo número aumentaba día a día. Es por el boca a boca –se comentaba.
Florinda vio en ello competencia desleal y denunció el hecho ante tan recto Sindicato, que haciendo gala de ecuanimidad, resolvió que el denunciado estaba en su derecho de besar a cuantos caballeros se lo solicitaran y para que ese derecho fundamental fuera beneficioso para ambas partes, se le exigía, como desagravio, que remunerara con un 50% a la denunciante de los beneficios por este cauce obtenidos.
Ésta, dando muestra de tolerancia dio por buena la sentencia y no ejerció su derecho al recurso.
La Municipalidad y todas las mentes biempensantes de la sociedad civil quedaron satisfechas y la ciudad quedó como ejemplo para la Nación de que se había conseguido la igualdad en género en todos los estamentos profesionales.
–A propósito de género –dijo Marcelo a Florinda…
Era la hora del aperitivo. Lo tomaban juntos una vez al mes.
–Se llama género –reanudó Marcelo– entre otras cosas, a la mercancía que un comerciante vende. Nuestra mercancía son los besos. Por lo tanto, somos iguales en género, pero diferentes en precio.
–Bueno, pero no se lo diremos a nadie.
El Morocho del Abasto