HISTORIA DE UN HOMBRE QUE SALIENDO DE GODELLA, QUISO PASEAR EN LA MADRUGADA DE UN DÍA CUALQUIERA, SIN CONTRAVENIR EL VERGONZOSO TOQUE DE QUEDA.
Restituto García Hildegard, Resti, para los más allegados, acabó de cenar a eso de las once de la noche, como casi siempre, ya que pudiendo comenzar a las diez, ¿para qué hacerlo antes? Tras departir un lapso con los suyos, justo el que lo separaba de la medianoche, agarró la bolsa de la basura, salió de su casa y la depositó en el contenedor que lucía abierto y hediondo. Cerró la tapa, enmendando de esta suerte la nefasta costumbre, seguramente consigna municipal, de dejarla insalubremente abierta en tiempos de plaga coronavírica.
Fiel seguidor de la máxima que proclama que la comida ha de ser sesteada y la cena paseada, decidió cumplir con esta recomendación. Mas una cortapisa se interponía en sus higiénicos deseos vía bando o decreto del Virrey, nuestro Señor de la Taifa de Valencia. Siempre el poder tiene querencia en impedir el libre albedrio.
A la vista del mapa, no podía alargarse en el paseo hasta su querida Malvarrosa, ni a la contigua Burjassot, cuya raya divisoria es una calle de tan ingenioso nombre, ni a la vecina Paterna. Avanzaba sin prisa hacia la hora fatídica; la una de la madrugada y en esas tierras sombreadas en rojo pálido, algo peligrosísimo, seguramente ocurriría. Estaba prohibido transitar por ellas, so penas contra la reputación y la hacienda. Lo dijo el Virrey en pública comparecencia.
Había de seguir senderos de huerta, pensó, hasta el próspero Rocafort y de ahí, si los pies aún marchaban… ¡Porras! Era callejón sin salida.
Nunca lo había razonado, pero una nueva visual al mapa maldito, le marcó la ruta a seguir; marchando siempre hacia el norte, llegaría al término de Bétera, grande como una provincia y de ahí al mundo.
Si alguien pensare que las fatigas de maese Restituto son rebuscadas, afectadas, fingidas, retóricas, habremos de indicar que la libre circulación de individuos por todo el territorio nacional es uno de los grandes derechos que reconoce nuestra Constitución y que creímos inalienable. Pero se está conculcando, continua y sistemáticamente, junto con otro buen puñado de derechos y libertades fundamentales.
La pregunta que clama como un grito, como un desgarro interior, es ¿por qué somos tan mansos? ¿Por qué nos dejamos pisotear de esa manera? ¿Por qué estos virreyes de las diferentes Taifas, se arroban el poder y se lo permitimos, de decidir quién puede trabajar y quién no? ¿Qué legitimidad les asiste para ordenar y modificar, de la noche a la mañana, el horario de cierre? ¿Qué saben ellos, que no nos conocen y aún, nos desconocen, lo que es bueno para nosotros? No somos masa, aunque, en gran medida, así nos comportemos. Somos un conjunto de individuos y cada uno tiene derecho a su individualidad si a ella quiere acogerse.
Cuando se diseña, por hacer algo, una medida supuestamente encaminada a velar, como así se aduce, por nuestra salud… Si el fin realmente fuera la salud, habría que exigir que a los enfermos se les atendiera presencialmente, no habría que suspender tratamientos a crónicos, no habría que posponer operaciones in aeternum; habría que permitir a la gente trabajar, pues poder llenar la olla familiar también, señorías, es salud. Cuando las medidas son arbitrarias y no se vislumbran encaminadas a la consecución del supuesto fin, se produce la desafección de la ciudadanía. De todas ellas, el toque de queda, el impedir la libre circulación es una de las más vergonzosas y vergonzantes. Transmitir el truculento mensaje de que el virus es especialmente dañino en las horas brujas es tan absurdo como querer poner puertas al campo. El que no se reúne de noche, lo hace de día. La prohibición no comprendida, hace agudizar el ingenio y desarrolla estrategias para burlarla.
Ser gregario es la otra opción. El individuo que aspira a ser libre no afea la conducta del gregario; lo deja en paz; no se ocupa de él.
Los Mandamientos de la Nueva Normalidad, se encierran en tres: prohibir, sancionar y recaudar. La Normalidad, inexistente, quizás será nueva, pero sus mandamientos son eternos; los de siempre.
Restituto, de regreso, sin darse cuenta, apareció en el mercado viejo de Moncada, Se sentó bajo el cobertizo y sobre uno de los bancos, pero ya clareaba el día; eran las seis y cuarto. Y vio que todo estaba como antes; nada había pasado ¿o sí?
El Morocho del Abasto.