Alberto Cortez en el Olympia (de Valencia). Junio de 2016
Era miércoles 29 de junio. Verano. En Valencia. Los que amablemente siguen estas crónicas del alma saben de la turbación ante el hecho de entrar en un teatro a plena luz del día, todavía con gafas oscuras. Pero el horario de inspiración europea parece haberse instalado a perpetuidad.
Como siempre asistimos al espectáculo siempre gratificante de llegar nada más abrir las puertas, para así contemplar cómo, una vez más, el teatro se va llenando de público. Los viejos artistas tienen todavía predicamento. Asistimos a una época en que éstos son muy longevos artísticamente. En el público, este redactor de bitácoras reconoció a los jóvenes de cuando él era niño; esos jóvenes quizás algo más sensibles que protegían sus tímpanos de la exposición a los decibelios de otras opciones musicales. Por lo que se deduce llegan con una aceptable salud auditiva para dejarse seducir con la palabra cantada y con la canción dicha.
El telón se levantaba con apenas unos minutos de demora sobre la hora anunciada: 8.30, al tiempo que una voz poderosa, la suya, se arrancaba con los versos:
Viento, campos y caminos… distancia,
Qué cantidad de recuerdos
El telón dejaba ver primero al anciano cantor sedente sobre un sillón orejero… El público tras una fracción de estupor correspondió con su aplauso de bienvenida…
de infancia, amores y amigos… distancia,
que se han quedado tan lejos.
El telón totalmente abierto dejaba ver un escenario intimista: piano y pianista; sillón y cantor; atril y libro de letras…
Entre las calles amigas… distancia
del viejo y querido pueblo
donde se abrieron mis ojos… distancia,
donde jugué de pequeño.
Y sonaron los acordes y con ellos los versos finales:
Un corazón sin distancia quisiera para volver a mi pueblo.
«Para volver a mi pueblo.» ¿Casualidad en la elección del tema de arranque del concierto o intención bien hilvanada? En efecto, era un regreso. La anterior cita, última que el escribidor recuerda con el público valenciano, fue años ha, en la misma sala, en compañía del gran ausente Facundo Cabral que una balacera criminal silenció para siempre en Guatemala. Quizás haya habido otras, pero queremos destacar esta como homenaje a otro gran cantor asilvestrado y que nadie recordó en nuestra querida «Madre Patria». El aplauso sobrevenido a la primera pieza entregada no fue sino el preludio de otros que llegaron después.
Pronunció cortos parlamentos entre canción y canción, pocos para la dialéctica fluida atribuida a los argentinos. Evocó cortos pasajes pretéritos, cantó algunas de sus canciones más conocidas: Te llegará una Rosa, El Abuelo… Composiciones propias, cantadas con otro tempo, con la sola compañía de un pianista enorme, de la tierra —dijo en uno de los parlamentos. También tuvo un recuerdo para Miguel Hernández con su Nanas de la cebolla, versos que él musicara en tiempos de carnes prietas y que prestara a su amigo Joan Manuel Serrat. A veces, entre canción y canción, acudía un muchacho solícito a cambiar la hoja del libro sobre el atril. El poeta cantor pidió disculpas por cantar sentado, condición a la que se veía obligado tras una caída tonta y una operación desafortunada. Continuó alegando que en cualquier caso mientras le quedara un poco de voz para cantarles a ustedes… Se produjo lo esperado; el público ya entregado, rompió en aplausos.
Es cosa común, que este escribidor ha colegido, que todo cantor argentino de talla rinde en algún momento homenaje, ora a Gardel, ora a Atahualpa Yupanqui, incluso a ambos. Cortez, por la temática de sus canciones, siempre más próximo a Atahualpa que al Mago, recordó la canción arriera, sencilla de texto, pero profunda de sentimiento: Los Ejes de mi Carreta.
Se permitió, su sempiterno ejercicio de pequeña vanidad, dejando caer el micrófono al suelo, cantando a capela una de sus más célebres composiciones. Con Castillos en el Aire quiso despedirse, y llegando al final cuando se cuestiona sobre la posibilidad o no de volar, invitó al público a convocar, con movimiento colectivo de brazos, una corriente de aire que lo hiciera levitar. En este punto, la ironía cobraba especial significado: levitar al que caminar no puede.
Finalmente tuvo una levitación asistida; el pianista a su diestra y el asistente a su siniestra, entre los dos lo mantuvieron en bipedestación, dando cuenta de su enorme estatura: casi dos metros. Su talla como artista ya había sido demostrada.
¿Y cantó «Las palmeras»? (Ven que las palmeras saben de mi amor). ¿Y «No soy de aquí»? (Y ser feliz es mi color de identidad). Me lo perdí.
Sí , cantó Las Palmeras, no olvidando esa canción algo más frívola, que en realidad fue la que le abrió las puertas de la popularidad. La otra, «No soy de aquí. ni soy de allá…», el gran tema de Facundo Cabral que él supo hacer suyo, no lo cantó. No sé, amigo Impenitente, ¿si conoces / conociste a Facundo Cabral?. Ése gran cantor, con esa canción, acaso la más conocida de todas las suyas, improvisaba y a veces añadía o modificaba algunos versos. De él son muy célebres, incluso en los conciertos, sobre todo en los conciertos los monólogos y parlamentos. Tiene uno delicioso, de entre tantos deliciosos que dice aproximadamente algo así: Nos unen tantas cosas/ pero una sola nos separa/ para proclamar tu enorme altura/ tu eres Jorge Luis Borges / y yo quien te escucha.
Te agradezco mucho la pregunta que me ha hecho evocar, una vez más, al payador silenciado
Pues a raíz de leer tu entrada, estuve escuchando a Cortez y de ahí pasé a Cabral, de quien leí su historia y vi algunos vídeos, que incluían parlamentos. Un personaje fascinante que tengo por descubrir, desde luego. Tu blog abre puertas, que lo sepas. Y se agradece.
Gracias Impenitente. Me gustaría que así fuera. Como comprenderás, no voy a contradecir a un lector!