EL SEXO DE LOS JUGUETES.
El hombre rumiaba ideas sobre el sexo. Más específicamente sobre la palabra sexo. Que no es lo mismo. Razonaba que el vocablo se había extralimitado de su campo semántico. Por los ideólogos, charlatanes, meritorios, fundamentalistas y demás acólitos del Pensamiento Único de nuestros días. Era muy consciente de que esta enumeración, formulada según el castellano por él aprendido, que acuerda el plural, expresado en masculino para el colectivo de mujeres y hombres, aún sonando a mofa o ligeramente despectivo, nunca despertaría las iras que de hecho despertaría, caso de elegir el resbaladizo lenguaje, bautizado: inclusivo y se refiriera a tal nómina, siguiendo el ejemplo de Unidas Podemos con los femeninos, esto es: ideólogas, charlatanas, meritorias…
No era dado a tales excesos, pero consideraba a la mujer de sexo femenino y al hombre de sexo masculino, Vaya obviedad —se decía. Sí, pero la escoba —añadía para sus adentros— no tiene sexo y es de género femenino y el automóvil, que tampoco lo tiene, aunque a veces lo parezca, es de género masculino, independientemente de que la una o el otro sea utilizado por una mujer, o por un hombre.
Es obvio —continuó con su razonamiento—, pero de nuestros días, llamar a las cosas por su nombre, parece de lo más subversivo.
El hombre quería hacer un regalo. De eso nadie se asombre, pues es una pulsión que a veces asalta a los varones. Podría haber buscado en un bazar oriental, lo más socorrido, o en un gran almacén, pero decidió hacerlo en el lugar que consideraba propio al asunto, esto es; una tienda de juguetes, de toda la vida, de esas que tienen los días contados. De esas que, buscando con mimo, todavía es posible hallar. El juguete manual, el de palpar, acariciar o destrozar, ha caído en el olvido, en favor de sensaciones virtuales sobre pantalla plana. Salvo para los más pequeños, eso cree el hombre.
—Buenos días.
—Buenos días, señor; ¿en qué puedo ayudarle?
La dependienta, mujer agradable, de las que en otros tiempos se decía, de mediana edad, bien conservada, deja lo que está haciendo y le mira. No parece que haya nadie más en la tienda.
—Quiero hacer un regalo, de esos que hoy en día se tildaría de sexista.
—Ay, ay, ay, a ver.
—¿Tiene una escobita con su recogedorcito, de esas que en otros tiempos se regalaba a las niñas, con gran deleite de ellas, por cierto?
—Venga conmigo.
El hombre la sigue. Al llegar al final de la pared, cubierta de estantes, la dependienta tuerce a la izquierda; el hombre tras ella. La mujer, sin girarse, le comenta.
—Tiene usted razón; hoy en día todo es sexista, machista o políticamente incorrecto. Un pueblo que reniega de sus tradiciones… Bueno ya hemos llegado. Mire, tengo este carrito surtido con escobita, fregona pozalito… o bien esto otro.
Esto otro resulta ser un panel de cartón que soporta una escobita, palita, esponjita en forma de estrella cepillito y botellita de detergente líquido. Un lotecito. Todo ello, encapsulado en plástico.
Yo, la verdad, con esto tengo bastante —dice el hombre señalando la escoba y la pala.
—Lo siento, viene todo junto.
—Me quedo pues el lote pequeño, el encapsulado.
El hombre paga, el precio es cinco céntimos menos de cuatro euros. No se olviden de que es un juguete al estilo de los de antes, de los que se solía ofrecer a las niñas, pero fabricado en… Dios sabe dónde. Sale a la calle.
Camina con una sensación extraña. Es la idea perversa de cargar con un lote, cuando sólo interesa un producto del conjunto, por la frívola razón de que es barato. Camina tan ensimismado con estas cuitas que no logra esquivar a una señora que se le viene encima.
—Disculpe señora, no la había visto.
—Pero Manolín, ¿es que no me reconoces?
Sólo puede llamarle así alguien que le conozca de la infancia. Y de la infancia reconoce a Jeseus, una muchacha que pasó de niña a mujer al tiempo que se hizo militante.
Ante su silencio, ella repregunta:
—Pero, bueno hombre, ¿Qué haces por aquí?
—Si me moviera la curiosidad, te lo preguntaría yo a ti. En realidad, este es mi barrio de adopción, te lo aclaro; es la zona en que trabajo. Vengo de la juguetería esa de ahí, de comprar un juguete. Eso es todo.
—Ay, ¡enséñamelo!
—Bueno, si no es nada, una tontería.
El hombre extrae de una bolsa de plástico amarilla, por la que le han redondeado a 4 euros, su flamante lote.
Jeseus arruga el morrito y exclama:
—Pero Manolín, no me esperaba esto de ti, ¿tú sabes lo que estás haciendo? ¿Sabes el trauma que le vas a crear a la pobre niña? ¿Dónde dices que lo has comprado? Me van a oir. Y tú, eres un sexista, un machista yuxtaposicional.
¿Machista yuxtaposicional? —piensa el hombre— ¿Qué será eso? Además, trauma, ¿qué trauma? Conoce algunas chicas ya talluditas, que tal vez en su tierna infancia, recibieron ese peligroso juguete y están tan traumatizadas que dejan que sus madres, incluso sus padres, se sigan ocupando de la limpieza.
—Es para un niño —no sabe por qué lo dice, pero le sale así.
—Anda, que tierno, habérmelo dicho antes. Eres tan delicado… ¡Que sensible! ¿Tienes un poco de tiempo libre? Yo sí, anda vente a mi casa y te invito a un té bergamota. ¿Te apetece?
—¡Un té bergamota! A ver quién es el guapo que se resiste a tal proposición. Vamos, te acompaño.
El té resultó amargo, pues el azúcar es malísima para la salud. Así lo dijo Jeseus. Sin embargo, tras la infusión y su amargura, se le mostró ofrecida la miel de sus labios, pues aunque habrá quien lo dude, incluso las militantes, a veces, necesitan un cuerpo que acariciar. Incluso de varón.
Tras los goces, sus fatigas y suspiros, la mujer, sintiéndose obligada, según las leyes de la hospitalidad, toda candor, le propone.
—Queda todavía algo de té. Se habrá enfriado, pero fresquito también está muy bueno.
El hombre se siento violentado. ¿Qué necesidad hay de pasar otro trago amargo? Este atentado le hace reaccionar, sin medir las consecuencias.
—¿Sabes, querida? En verdad el regalo es para una mujer.
¿Cóoomo? Pero tú eres lo peor, ¡Márchate, vete de mi casa! Mira que venir con engaños para abusar de una pobre mujer. ¡Devuélveme el polvo que te he dado!
—Bueno, bueno, eso de que me has dado —responde el hombre, al tiempo que se viste—. En todo caso ha sido un polvo compartido, como las tareas del hogar. ¿No te parece?
De nuevo en la calle, el hombre transportaba su pesada carga, liviana en gramos; mucho menos de un kilo, pero incendiaria, casi subversiva, Dobló el cartón hacia el interior de la bolsa amarilla de 5 céntimos, para que nadie adivinara su contenido ¿Le doy una bolsa —había preguntado la dependienta antes de redondearle el precio? Vale —le había respondido. Así serán cuatro —resolvió la mujer. Entonces me la cobra —replicó el hombre. Por eso le he preguntado —sentenció.
El hombre llegó a su destino.
—Allô
Podría haber preguntado, ¿quién es?, pero ella era así al telefonillo del portero automático.
—L’inconnu —respondió el hombre; dónde las dan, las toman.
Aun así, la puerta del zaguán se abrió con un zumbido de abejorro gigante. El hombre subió en ascensor, no diremos hasta qué nivel, para no dar pistas.
La mujer abrió la puerta de la vivienda. El hombre entró, no sin frotar su calzado en el felpudo.
—Bonjour —saludó, siguiendo en clave francesa.
Y se produjo la “bise” que es como los franceses llaman el saludo con dos besos, o con tres, que también en esto son excesivos.
—Mira lo que te he traído —anunció depositando sobre la mesa, muy elegante por cierto, su pesado-liviano cargamento.
La mujer con la inherente, curiosidad femenina —pido perdón si con esta apreciación hiero sensibilidades —razonó el hombre, exclamó:
—Ay, ¿me has traído algo?
—Claro, tómalo, tuyo es, mío no.
—Anda ¿y esto? —reaccionó la mujer al contemplar el lote.
—Ábrelo, por favor y exponlo sobre la mesa.
Así se hizo y el hombre sacó su telefonillo portátil y fotografió el lote, bien dispuesto. Ésta es la imagen que tomó.
—Bueno querido, no te voy decir que no es bonito, pero ¿qué quieres que haga con todo esto? Mi hija creció ya tanto que, ahora prefiere otro tipo de juegos…
El hombre sonríe. Toma la escobita, haciendo caso omiso del resto. Retira el mango de la misma, que la mujer había montado. Su longitud es de apenas unos treinta o treinta y cinco centímetros. Entonces, extrae un palito de madera, redondo, de 1 centímetro de diámetro, en el que nadie había reparado: ni la dependienta de la tienda; ni Jeseus, la militante; ni la mujer que habita un piso alto, cuyo nivel no diremos, para no dar pistas y lo instala a modo de mango, mucho más largo y funcional.
—Toma —le ofrece a la mujer—. Aquí tienes este ingenio, mitad comercial, mitad casero, para poder barrer el exiguo hueco entre la nevera y la pared. ¿Qué te parece?
—Genial —reacciona la mujer—. Muchas gracias. Pero ahora, el resto del lote te lo llevarás; ¿no es as´?
—Permíteme que te lo deje en custodia. No sabes el peligro que conlleva transitar con él por la calle.
El Morocho del Abasto.