MIL NOVECIENTOS VEINTIDOS.
El abuelo, socarrón, desde su altura, mira con sorna la escena que a su alrededor se forma. No le importa. ¿Qué más da? Ha venido el señorito armado de uno de esos aparatos que capturan imágenes. Han salido todos de la casa. No ha habido tiempo para la ropa de los domingos. Quizás es domingo y la ropa es la misma; no hay otra. Sí, debe de ser domingo, sino, ¿cómo iban a estar todos ociosos bajo el sol del mediodía?
Se cuenta que Andrés, el abuelo, sale de la masía al primer toque, media hora antes y con sus piernas largas, llega puntual a la misa. Los demás salieron otra media hora antes. Él los alcanza. Por eso no le impone el fotógrafo, quizás de su misma altura… O es que el sol, que cae vertical, ¿le fuerza a esa mueca que parece insolencia?
Su mujer, bajica, a su diestra, le ha dado dos hijos, que aun buenos mozos, no tienen su porte.
Joaquín deja caer sus largos brazos. Su mano izquierda yace hueca, ofrecida y Teresa, tímidamente, cuanto apenas se atreve a tomar.
¿Qué pensará ella del diabólico aparato que esgrime el fotógrafo? Se ha marcado bien la raya en el pelo y cruzado la toquilla sobre su pecho. Pero antes, ha tensado bien la faja de su hombre, quien girando sobre sí mismo, cual peonza, se ha enrollado en ella. Después, le ha peinado el flequillo bien mojadico sobre la frente. En un tira y afloja de la faja, hicieron lo necesario y les nació Consuelo que, cogida al brazo, espabilada mira la vergüenzica de su madre.
Benito tiene sus dos manos ocupadas, lo que resulta una ventaja para el posado fotográfico. Con la rosquilla en su mano diestra intenta entretener a Ignacio, quien en su izquierda se ha quedado dormido.
Andrés, sin pestañear, percibe la timidez de la rama de su derecha y el porte orgulloso de la de su izquierda. Al final de ésta, Aurora, su nuera, desafía con su mirada la cámara. La misma raya que su cuñada, con el pelo más aplastado, la toca dispuesta con más donaire y el mismo sayón. La pequeñica, Elena, con su largo ropón, oculta sus pies descalzos, mientras que su prima, Consuelo, que ya debe trotar y patinar, luce zapatitos, que quizás ella herede.
Ha habido una gran guerra en Europa, de la que ellos, seguramente nada saben, pero el fotógrafo sí. Quizás, ello le ha permitido, conseguir la cámara fotográfica, alemana tal vez, a buen precio. Pero esto es mera fantasía, especulación sin fundamento de este escribidor de historias.
Habrá llegado hecho un pincel con su traje, probablemente blanco y su sombrero canotier al más puro estilo Maurice Chevalier. Ellos no saben quién es Maurice Chevalier, tampoco el fotógrafo; todavía no. Luego sí, quizás viaje a Paris.
Ninguno de ellos sabía que, tras la Gran Guerra, vendría otra, para gran vergüenza, la nuestra. El fotógrafo murió en un bando, no quiero saber cuál; todos los bandos son perversos, anulan la libertad del individuo. El niño de la foto, despertó del abrazo de su padre, creció, fue al frente… Pero no despertó de una bala que le alcanzó. Probablemente no era de ningún bando, tan sólo del que le tocó en mala suerte.
Fotografía: de Alberto Benso García..
Colección particular: Alberto Arnau Benso (nieto del anterior)
Compartida en Internet por: Christiane Doménech Lahoz.
Manuel Salvador Redón.