Dyango y Beethoven
¿Quién es este Dyango? se preguntarán los sub-cincuenta y algún cincuentón desmemoriado. Y ¿con qué derecho se le emplaza al lado de uno de los grandes? El sordo genial, el de las sinfonías numeradas como las avenidas de Nueva York… El icono de algunas paradojas, por ejemplo, en reivindicaciones antiabortistas. Sí han leído bien.
“ —¿Está usted en contra del aborto?
—Hombre sí claro
—¿En todos los casos?
—Sí, creo que sí.
—Y ¿qué haría usted en el caso de un padre alcohólico y sifilítico, cuya mujer, tuberculosa, queda embarazada?
—Hombre ahí sí…
—Un minuto de silencio; acaba usted de matar a Beethoven.”
La anécdota, realidad o ficción, se le atribuye a un eminente genetista: Lejeune, pero valga ella tan solo como eso, una anécdota; no está en el fondo de la intención, si alguna tiene, de este artículo.
La historia viene a colación por una película de los años setenta, La Querida, dirigida por Fernando Fernán Gómez y protagonizada por él mismo y por Rocío Jurado, para mayor gloria y lucimiento de esta última. ¡Vaya!, exclamará más de uno, ¡Qué extraño emparejamiento: ese gran director, actor e intelectual, con una folclórica! Hay quién para justificarlo aclara que se trataba de una película “alimenticia” de Fernán Gómez.
No nos pronunciamos de momento, así que sigamos con la exposición. Fernán Gómez en el papel de compositor melancólico, separado de su mujer y con tendencias alcohólicas, conoce a Rocío Jurado. De vida disoluta, se instala en un piso enfrente de él. Éste la aguarda, oteando a través de los visillos, la llegada de ella, circunstancia que se produce cada madrugada, invariablemente alrededor de las tres, acompañada de un galán, no siempre del mismo, aunque ella sienta predilección por uno. Pronto se establece una especie de complicidad-simpatía entre ellos, lanzándose miradas y gestos.
Finalmente, por razones de economía, se aduce en la cinta, acaban viviendo juntos; ella se muda al piso de él. En ese momento inicial cualquier varón de mi ralea se hubiera cambiado por Fernán Gómez, pues hay que reconocer que Rocío Jurado a sus treinta abriles reunía más atributos para parar el tráfico que un guardia urbano.
Bien, el caso es que en la sala están los dos, ella se retira hacia el fondo del pasillo, al cabo del cual todos entendemos que está la habitación, pues ella parce ser que quiere ofrecerle un homenaje, más que de bienvenida, de bienhallado. La cámara se abre o se retira un poco para recoger algo de panorámica y se advierte en la pared dos carteles en íntima vecindad, uno de Dyango; otro de Beethoven. Al fondo, después de ella penetrar al cuarto para conjugar el verbo anterior, se advierte otro póster; éste de un jovencísimo Serrat de la época de Mediterráneo.
Y es este tú a tú de Dyango y Beethoven, esta cohabitación deliciosa y posible, para algunos tal vez escandalosa, la que nos ha motivado y seducido. Más que el resto de la película; más que los encantos de cuerpo y voz de Rocío, más que el creible alcohólico protagonizado por Fernando que camina hacia su autodestrucción; más incluso que la presencia anecdótica de un Serrat al fondo del pasillo que guarda la entrada de la alcoba del encuentro y de la soledad.
Porque este escribidor de historias es pueblo. Y como pueblo se apasiona por Rocío y por sus gracias, por el cómico Fernán Gómez, por el trovador Serrat. Y aunque por Beethoven siente una admiración reverente y extraña, le viene un poco grande… Por ello agradece que algún diablillo del equipo de rodaje enviara al genio de visita a los artistas populares.
¿Lo sabrá Dyango?
El Morocho del Abasto